Cultura de innovación: I+D y mucho más
Artículo publicado en colaboración con Juan Mulet en el periódico Cinco Días.
Joseph Schumpeter distinguía ya entre inventar e innovar, que significa llevar a los mercados producto o servicios nuevos o mejorados. Una actividad que debe asumir el empresario y que es siempre arriesgada, tanto por la posibilidad de fracaso en su propio desarrollo, como por la falta de certeza en la aceptación por el mercado de la nueva oferta.
De manera que, sin impacto, no hay innovación, pero tampoco sin conocimiento. En primer lugar, conocimiento del mercado, que sugiere la oportunidad de un negocio, y conocimiento técnico o tecnológico, que permitirá obtener el producto o servicio que lo haga posible. Lo importante, como en cualquier empresa humana, es la voluntad de que la empresa decida arriesgar para aprovechar estos conocimientos, sean internos o adquiridos en el exterior.
Los conocimientos técnicos podrán nacer de la experiencia adquirida en la producción o en la provisión de servicios, mientras que los conocimientos tecnológicos habrán sido fruto de la aplicación del conocimiento científico para generar, mejorar o entender técnicas, es decir, formas de hacer las cosas. Solo los conocimientos tecnológicos, las tecnologías, son el fruto de la búsqueda sistemática a través de Investigación y Desarrollo, la tan cacareada I+D. Una I+D que puede ser ejecutada por la propia empresa, encargada o financiada por ella, o realizada por otras instituciones que le licenciarán la tecnología. En todo caso, la empresa deberá poseer el suficiente conocimiento tácito para entender y aplicar la tecnología adquirida.
Así pues, la I+D es una parte fundamental del proceso completo de innovación, pero en el que la empresa no es imprescindible, si bien es cierto que la empresa que hace I+D tiene una gran ventaja, porque gracias a ella podrá generar su propia tecnología, con lo que aumentará su valor añadido y, lo que es cada día más importante, tendrá más capacidad para vigilar y entender las tecnologías disponibles en el mercado. Es la llamada capacidad de absorción postulada en 1989 por los profesores Cohen y Levinthal como las dos caras de la I+D: innovar y aprender. Entre comprar o desarrollar, en innovación hay que hacer ambas cosas.
Desde el punto de vista empresarial, sin embargo, innovación e I+D no están necesariamente unidas. Puede haber empresas muy innovadoras sin actividades de I+D, y empresas realmente investigadoras que no son innovadoras, en el sentido aquí utilizado, porque no llevan productos o servicios al mercado directamente, aunque pueden comercializar la tecnología que generan. Tal es el caso de suministradores especializados en sectores intensivos en capital.
En la economía del conocimiento, la I+D y la innovación son muy importantes para el bienestar de los países y son motivo de atención por todos los Gobiernos. Una atención que debe ser diferenciada porque se trata de dos realidades bien distintas. La I+D está fuertemente condicionada por el talante indagador de los investigadores, y su motivación es ofrecer a la sociedad más y mejor conocimiento. La innovación está determinada por las prioridades del mercado, tanto los existentes como otros nuevos que son disruptivos por sus modelos de negocio y no necesariamente de la ruptura tecnológica, en el que van a competir los bienes y servicios innovados, y su verdadero motor son los beneficios económicos esperados.
Tradicionalmente, los economistas han aceptado la existencia de fallos de mercado para la I+D. La practica imposibilidad de evitar que las tecnologías generadas sean aprovechadas por otros que no han participado en su elaboración, la gran incertidumbre asociada inevitablemente a este proceso, y el previsible alto coste de esta actividad han sido razones suficientes para que los Gobiernos intenten hacer más atractiva la I+D empresarial. Pero, con frecuencia, los esfuerzos en I+D acaban en tecnologías que, siendo potencialmente útiles, no son utilizadas en innovaciones, y pueden entrar en obsolescencia, al ser superadas por otras nuevas. Una política de incentivos solo a la I+D no es una garantía cierta de mayores o mejores innovaciones.
Reflexionando sobre el éxito incuestionable de Japón en los años 80, Chris Freeman, fundador de SPRU, el centro de estudios en innovación más veterano del mundo, afirmaba que los países líderes tienen una mayor calidad de sus sistemas nacionales de innovación. Una calidad que vendría determinada por la facilidad con que un país es capaz de convertir la ciencia y tecnología disponibles en una oferta competitiva en el ámbito mundial. Si esto es así, hay que reconocer que deben existir “fallos de sistema”, que podrían ser corregidos con adecuadas políticas de innovación, cuyo único objetivo es conseguir que más empresas se impliquen en procesos innovadores y que las que ya lo hacen se decidan a emprender otros más arriesgados. El agente imprescindible en un sistema de innovación es el tejido productivo, por lo que los instrumentos claves de aquella política son los que incentivan a las empresas a tomar el riesgo de innovar, tanto a las existentes como a las nuevas.
Eurostat confirma que el porcentaje más alto de empresas de nuestro país que se han declarado innovadoras ha sido menos del 30%, cuando en Alemania se acerca al 70% y en Francia e Italia es de cerca del 50%. También es de destacar que con los años y a pesar de las políticas aplicadas este porcentaje prácticamente no ha variado. Por otra parte, según el INE, el porcentaje de empresas españolas que tienen actividades de I+D se ha mantenido en algo más del 5% entre 2004 y 2014, mientras que el porcentaje de empresas que se declaran innovadoras y que a su vez han tenido actividades de I+D se ha duplicado en estos años, pasando del 24% de 2004 al 48% de 2014. Estas cifras sugieren que si bien la política de incentivar la I+D empresarial puede haber tenido efectos, el porcentaje de empresas innovadoras no ha variado, por lo que su número total habrá disminuido, dada la fuerte reducción del número de empresas que ha ocasionado la crisis. En resumen, fomentar la I+D empresarial desde la Administración no ha sido suficiente para conseguir que la innovación se incorpore a la estrategia de más empresas españolas. Se trata de un reto sistémico y un problema solo español porque desde hace unos años la OCDE recomienda diseñar “estrategias para la innovación” que impliquen a muy diferentes ministerios. Y si innovación es mucho más que I+D y promoverla exige también mucho más que financiarla, el reto último de tales estrategias no es otro que crear la cultura de la que gozan los países realmente innovadores.