No más I+D+i
Artículo publicado en el periódico Cinco Días.
Hace unas semanas asistí a un curioso e inesperado debate en la Torre Picasso, con ocasión del premio que la cátedra Accenture-UAM otorga cada año a un estudio de innovación. El debate tuvo lugar en la clausura institucional motivado por la tesis del premiado, el profesor Charles Edquist, de la Universidad de Lund, que cuestiona el índice compuesto de innovación que la Unión Europea publica anualmente agregando una cesta de indicadores tanto de input (I+D, por ejemplo) como de output. En palabras del profesor, esta agregación no puede ser una medida de rendimiento de los sistemas nacionales de innovación porque vendría a ser como sumar los kilómetros que puede hacer un automóvil y su capacidad de carga de combustible. De hecho, Charles Edquist desarrolló en 2014 también un estudio comparado de los países de la UE, encontrando que la mayor parte declaran contar con políticas sistémicas, pero muy pocos escapan en la práctica de la linealidad tristemente patente en el término español I+D+i. Para evitar esta linealidad, Edquist propone separar innovación de investigación porque entiende que una política sistémica esta integrada por diez actividades que agrupa en cuatro categorías: suministro de inputs de conocimiento al proceso de innovación (incluyendo I+D, educación y formación); actividades de demanda; suministro de elementos para el sistema de innovación, y servicios de apoyo a las empresas innovadoras.
Desafortunadamente, con excesiva frecuencia se entiende la innovación como un subproducto de la ciencia, un enfoque que ha mostrado sus limitaciones también para la UE en su conjunto. Porque las cifras hablan por sí mismas sobre lo poco que se ha avanzado no ya con relación a EE UU, sino a países emergentes de Asia que se han posicionado mucho más rápido. Paradójicamente, la visibilidad que los Gobiernos han querido otorgar a la política de innovación con la creación de ministerios dedicados a esta materia ha resultado en la creación de un sector no exento de clientelismo. De manera que se confunde innovación con ciencia para terminar pidiendo un incremento del gasto público. Se entiende que sectores como el biotecnológico o aeroespacial asimilen todas estas cuestiones, pero no que se quiera extrapolar la innovación basada en la ciencia al conjunto de sectores económicos. Comparando la posición lograda por España en producción científica con la modesta que ocupa en innovación, resulta difícil de entender por qué no reconocemos de una vez que el modelo de la I+D+i no ha funcionado.
En la pasada legislatura, es evidente que la adaptación del modelo anglosajón del ministerio BIS (business, innovation and skills), donde las competencias de I+D+i se interpretan en clave económica, no se ha hecho bien en nuestro país, pues no ha servido para lograr un nuevo contrato social con la ciencia, resultando, más bien al contrario, en un contrato económico de la ciencia bastante triste, también en el gasto publico. Es preciso que la llamada I+D+i deje de ser un sector en sentido estricto, reconociendo, como sabemos ya desde hace décadas gracias a otro profesor, el celebrado Keith Pavitt de la Universidad de Sussex, que las fuentes y los efectos de la innovación para las empresas pueden responder a cuatro dinámicas: aquellas compañías que adquieren sus conocimientos técnicos de sus proveedores; proveedores especializados, sobre todo en el campo de los equipos y bienes de capital; firmas intensivas en escala, y empresas basadas en la ciencia, que, estas sí, innovan a través de sus laboratorios de I+D.
En definitiva, que España es solo un ejemplo del cambio de paradigma que necesitan operar muchos países occidentales para superar el modelo lineal. La OCDE habla ya de políticas para la innovación, puesto que la innovación trasciende la acción de un ministerio especifico y la ciencia no es siempre necesaria y nunca suficiente para innovar. La experiencia de Finlandia y, más recientemente, de Suecia apunta a la creación de consejos de innovación (en lugar de los tradicionales consejos de ciencia y tecnología) liderados por los primeros ministros respectivos, en la idea de regular el conjunto de la acción de gobierno más allá de intereses académicos o corporativos. Estas estructuras vienen a complementarse con un mecanismo de evaluación y aprendizaje de las políticas independiente, que en el caso de España resulta también imperativo poner en pie.
La vigente Ley de la Ciencia, la Tecnológica y la Innovación prevé dos agencias especializadas en I+D, científica y empresarial, respectivamente: la Agencia de Investigación (AEI) y el Centro para el Desarrollo Tecnológico Industrial (CDTI). Dado que la primera absorberá gran parte de los activos que el Ministerio de Economía y Competitividad gestiona directamente a través de las convocatorias de la Secretaría de Estado de I+D+i, recrear un Ministerio de Ciencia e Innovación (del PSOE) o un Ministerio de Ciencia y Tecnología (del PP) serviría de bien poco. Al contrario, se echa en falta un marco estratégico que impulse la innovación en la acción de todos los ministerios y que asegure también una rendición de cuentas de manera independiente y sostenida. A nivel operativo, la AEI debería tener muy presente el Consejo Europeo de Investigación (ERC ) y el CDTI, afirmar su misión como agencia de promoción de la innovación en sentido amplio y no solo de financiación como hasta ahora.
Un consejo para la innovación y el emprendimiento liderado por Presidencia del Gobierno y apoyado en una oficina dependiente de Vicepresidencia del Gobierno podría ser la apuesta del Gobierno que salga de las urnas el 26J. Asimismo, la Real Academia de Ingeniería de España podría instrumentar el mecanismo de evaluación independiente siguiendo el exitoso modelo de las academias de EE UU en Washington. Porque si la invención del desafortunado término I+D+i se atribuye al emérito catedrático Fernando Aldana, es justo reconocer que el sistema español de innovación ha avanzado mucho más por impulso de la oficina de Moncloa que él mismo lideró en el primer Gobierno de José María Aznar, como haría luego Miguel Sebastián y su equipo también desde Moncloa durante la primera legislatura de José Luis Rodríguez Zapatero.
Hay que superar el término I+D+i para que las políticas se orienten más a los resultados (i+e) que a uno de los inputs (I+D), sin confundir la realidad con los deseos. Porque disponer por decreto que todas las empresas han de colaborar con la academia es un tanto maximalista. Y subordinar la política de innovación a la política científica, una temeridad en un país con nuestra estructura industrial. No hay razones que impidan que España sea innovadora si el nuevo Gobierno logra alinear su acción mas allá de la gestión de competencias para liderar estrategias, empezando por catalizar voluntades. Porque la principal misión de la función pública ha de ser generar ilusión.